Fuencisla cargará el estandarte.
El desfile cruza la plaza mayor del pequeño pueblo. La banda de guerra suena sus estrepitosas cornetas mientras los niños les acompañan con sus trompetas de juguete, soñando el día en que serán lo suficientemente grandes para unirse al desfile.
— ¡Ahí va mi padre con su fusil! Anoche lo ha limpiado y me ha dejado ayudarle — Le explica un niño de ojos claros a su amigo del jardín de infantes.
— Mi, mi padre viene atrás con los, los carteros. Mi madre le ha planchao el uniforme esta mañana y como no ha encontrado calcetas limpias, se, se ha puesto unas vendas en los pies — los dos niños comienzan a reírse mientras un policía les mira con enojo.
— Irrespetuosos, yo no era así a esa edad, mi padre me hubiera puesto una zurra — piensa mientras su cuerpo recuerda las palizas de su infancia.
Una vieja observa desde su balcón a los soldados marchando en sus uniformes de gala, le recuerdan a un hijo que le mataron los falanges. Se quita el pañuelo de la cabeza y se seca las lágrimas. En la plaza mayor, la fuente baila al ritmo de los tambores que marcan el paso del desfile. Dos camellos siguen a sus dueños que los guían mientras voltean a ver a la multitud, un bebé que jamás había visto semejantes seres estira sus pequeños brazos hacia ellos.
El pueblo se viste de colores para el desfile de nuestra señora de Puerta Grande, que se lleva celebrando por cientos de años en este pequeño poblado del sur. Se dice que el primer desfile solo estaba compuesto por el cura de la parroquia, el alcalde y su mujer, y cinco policías que cargaban el estandarte de la virgen. En ese entonces solo existía la calle principal, así que al llegar al pozo que ahora sería la fuente de la plaza mayor, se dieron la vuelta y cada quien se fue a su casa. Ahora el desfile ha alcanzado gran fama en todo el país, miles de personas hacen el viaje a Puerta Grande para presenciar este impresionante desfile. El pueblo entero se prepara por meses y meses de anticipación cada año, siempre tratando de hacerlo mejor que el año anterior.
Una docena de metros atrás, el destacamento de trabajadoras de la fábrica de guantes camina mano a mano detrás de dos compañeras que portan con gran orgullo el estandarte con el nombre de la fábrica. Nadie en el público sabe que la noche anterior hubo un gran revuelto en la fábrica al decidir quién portaría el estandarte.
— ¡Que yo soy quien mejor trabaja, y yo debería portarlo! — grita Amparo mientras le arrebata el estandarte a Carmen que lo terminaba de sacar del baúl. — ¡Esta sola jornada he cosido trece pares! —
— ¿La que mejor trabaja? Y yo soy la reina de Inglaterra, ¿no te jode? — le responde Carmen. Se comienzan a jalonear el estandarte. Una mujer de pelo gris, Alba, se interpone y toma el estandarte.
— ¡Niñas, niñas! Calmaos un poco, que si se trata de rango, ¡yo llevo trabajando en esta fábrica por cuarenta y cinco años! — Amparo y Carmen sueltan el estandarte y regresan cabizbajas a su estación. Alba Desenrolla el estandarte y lo observa con detenimiento. — Fuencisla y yo cargaremos el estandarte y no se diga más — Las compañeras saben que ese año ha sido muy duro para Fuencisla, que perdió a su marido y ahora trabaja doble jornada para alimentar a sus hijos. Silenciosamente saben que lo merece más que nadie. — No quería que se enteraran de esta manera, pero bueno. Este es el último año que trabajo aquí con ustedes, mis niñas — Exclama Alba con lagrimas en los ojos. Una por una, las trabajadoras de la fábrica la rodean en un abrazo.
El desfile ha dado la vuelta a la estación de bomberos, y los miembros del gremio de tiendas de alimentación cargan pesadas canastas con embutidos curados y panecillos de queso que lanzan a la multitud envueltos en papel albal. Los asistentes al desfile se estiran y pelean por estos bocadillos. Un hombre ha cogido un panecillo de queso y se lo ofrece a su hija que está sentada sobre sus hombros. Los caballos amaestrados lucen los colores de la bandera del pueblo en brillantes listones que han sido trenzados en sus relucientes crines. Su paso es unísono y elegante. Los jinetes miran hacia el horizonte con orgullo, vestidos con sus grandes sombreros de ala ancha y sus calcetas rojas que han sido la tradición por cientos de años. Un reportero de un pueblo vecino empuja a los espectadores para tomar una fotografía con una cámara que ha comprado a plazos. Allá viene el párroco arrojando agua bendita, le acompaña un monaguillo cansado que carga el incensario, este es su primer desfile. Detrás de ellos, en un carro tirado por seis yeguas, está la figura de porcelana de la virgen de Puerta Grande, vestida en fina seda blanca y roja que le han traído de la China solo para esta ocasión. Los espectadores se hincan a su paso y se persignan con devoción al ver a su amada patrona.
El sol ha comenzado a esconderse y el desfile ha dado la vuelta entera al pueblo. Los verdaderos devotos se quedan a ver cómo la virgen regresa a la parroquia, mientras los turistas y el resto del pueblo se ha retirado a merendar. El gobernador está orgulloso del desfile. Esa misma noche comenzará los planes para el próximo año.